La lectura y el espectáculo
Leer y escribir son actos solitarios. Puedes leer en el metro o
escribir sentado a la mesa de una populosa cafetería, sintiendo muy de cerca la
respiración de los otros viajeros o el trasiego de clientes y camareros y, no
obstante, estarás solo; la emoción, la intriga, la reflexión o la aventura que
ese libro pueda proporcionar estará únicamente dirigida a ti; el universo de
ficción al que la escritura te teletransporta mientras tecleas en tu portátil o
rasgas el papel con rápidos trazos de tu pluma, te mantendrá mágicamente
aislado de cuanto suceda alrededor de tu mesa.
En tiempos como los actuales, en que no se concibe que una
experiencia pueda resultar plenamente satisfactoria si no es compartida al
instante con el mayor número de personas posible (cientos o miles de
desconocidos en permanente contacto virtual, testigos de una intimidad que cada
vez se nos hace más pesada, claustrofóbica, anodina), estos dos magnos placeres
solitarios (y algún otro tanto o más satisfactorio) parecen condenados a la
marginalidad de quienes no hayan sabido o querido adaptarse a la época que les
ha tocado vivir. De uno modo parecido al de aquella Acción Mutante de Álex de la Iglesia, los “deformes” y “tullidos”
lectores y escritores, amantes de los estímulos más íntimos, personales e
intransferibles, acabarán sus días malviviendo en las cloacas de un mundo
convertido en una suerte de reality
en sesión continua, donde los actos privados se considerarán el colmo de la
depravación y el mal gusto.
Ante este panorama, han empezado a surgir diversas experiencias
(y no niego su buena voluntad) que pretenden aplicar a la literatura fórmulas
propias del espectáculo de masas con el objetivo de cambiar esa percepción
perniciosa de actividad solitaria, desconectada e invisible, y tratar de salvar
el mundo de los libros de un futuro en la clandestinidad. Lo último, o lo más
extravagante sobre lo que he tenido noticia es el Festival Primera Persona,
donde los escritores invitados se exponen al capricho del público dejándose,
por ejemplo, abofetear o tatuarse mientras leen partes de sus obras.
Adaptarse o morir.
Personalmente, soy de los que piensa que el escritor escribe
(según dijo, al parecer, Raymond Chandler). Y como lector, una de las cosas que
más me gusta es, precisamente, ese acto de solitaria rebeldía que supone
perderse durante horas entre las páginas de una novela.
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