Guerra de clases
Ya nada puede sorprendernos. El escándalo de los
denominados “Papeles de Panamá”, seamos sinceros, tampoco nos ha escandalizado
tanto. En algunos medios, hemos podido leer informaciones donde se proporcionaban
listas de “afectados” por la filtración y, como ya se figurarán, no estábamos
en esas listas los contribuyentes habituales, los pringados del salario mínimo,
los desempleados por la loable causa de los recortes, los desahuciados, los
muertos por desesperación y desamparo… No, los afectados son exitosos
deportistas, cineastas, Borbones y otros monarcas y gobernantes en general… y,
cómo no, los bancos, esas ubicuas entidades que hacen y deshacen a su antojo,
con impunidad total. Sí, dios existe y es un banco. Todos ellos afectados por
la mala suerte, claro, porque una ínfima parte de lo que se nos oculta ha
salido a la luz gracias a internet o la imperfección del mundo o a oscuros
intereses o venganzas personales, quién sabe… No lo sabremos nunca porque ese
dios, ese que habita en mastodónticas catedrales de cristal y acero levantadas
por toda la superficie del planeta, a imitación de sus predecesores (dioses)
espirituales, prefiere el arcano, tenernos a oscuras, ignorantes del verdadero
sentido de la vida. Es la única forma de mantener viva la llama de la fe, la
ignorancia.
Hace unos días, al tiempo que se filtraban los
papeles de Panamá, podíamos leer que la fiscalía de Pontevedra pide dieciocho
meses de cárcel para un joven que mientras cobraba el paro (13.202 euros en dos
años) consiguió un empleo (no sabemos cuál ni su remuneración) en el
extranjero. Apuntan que al parecer hubo una “laboriosa investigación policial”.
Así están las cosas. Como dice un personaje de Ian McEwan en La ley del menor, “Es una puñetera
guerra de clases”. No cabe duda. Una guerra que siempre pierden los mismos.
Pero no pasa nada, porque hace tiempo que hemos
asumido la derrota, abiertamente, al menos desde que los sumos sacerdotes
bancarios nos la metieron doblada con la llamada crisis financiera y nosotros,
en lugar de destronarlos o de gritar hasta desgañitarnos eso de ¡dios ha
muerto!, les ofrecimos el sacrificio de nuestras casas, de nuestros salarios,
de nuestras vidas… No pasa nada, pero ¡coño! ¡Escandalicémonos al menos por
casos como el de la “laboriosa investigación policial” al joven de Pontevedra!
Pueden seguir riéndose de nosotros, pero sin hacer sangre.
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