El santo bebedor
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Joseph Roth (1894-1939) |
Como es habitual en estas santas fechas, el país
entero ha vuelto a retroceder en el tiempo, con más pena que gloria,
convirtiendo las calles de pueblos y ciudades, bajo el beneplácito y las
subvenciones estatales, en el escenario de una performance colectiva y delirante que representa la España más
triste y oscura que cabe imaginar. Todo un país haciendo flashback, a la manera de Amanece
que no es poco, pero sin la inteligencia de José Luis Cuerda.
Para quienes soñamos, sin esperanza, con un Estado
verdaderamente laico, donde los asuntos religiosos pertenezcan al ámbito
privado y no al público, y donde la libertad religiosa de unos no subyugue o
limite la libertad impía de otros, estas fiestas siempre deprimen un poco,
cuando no indignan o exasperan ante tal profusión de hábitos, capirotes e
incensarios en esa impúdica exhibición de dolor y muerte.
Uno intenta desconectar, mirar para otro lado, si
es posible huir, ponerse a salvo de tanta pasión gore. Aprovechar los días festivos para perderse en algún paraje
remoto a salvo del eco de salmodias y letanías, del relámpago de los flagelos,
de la homofobia episcopal y de la imagen del jefe de este Estado aconfesional
acudiendo a la misa de resurrección (todo ese pintoresquismo de catedrales,
obispos, reyes y derecho divino).
No siempre es posible, pero, por suerte, los libros
también son una vía de escape. Y qué mejor lectura, en estas circunstancias,
que La leyenda del Santo Bebedor, la
breve y póstuma novela de Joseph Roth que narra la historia de Andreas Kartak,
un hombre que vive bajo los puentes del Sena, olvidado de sí mismo y de su
pasado, y que una noche, por la gracia de un piadoso desconocido, se encuentra
en posesión de doscientos francos. Pero Andreas es hombre de honor y no puede
aceptar ese dinero sin comprometerse a devolverlo, por lo que el desconocido le
sugiere que, cuando pueda zanjar la deuda, haga una donación en favor de santa
Teresita de Lisieux. De este modo, nuestro héroe se embarcará en una errática
aventura por las calles de París, una auténtica procesión alcohólica que, al
galope de la absenta, le deparará toda suerte de encuentros y visiones, “el
milagro del vino”, según Carlos Barral. Manifestaciones de un más acá truncado
que, sin disuadirlo de su ya único objetivo en la vida (devolver el dinero a la
santa), parecerán desviarlo una y otra vez de su camino; colmando, al mismo
tiempo, sus días de cierta luz perdida.
“Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”,
Joseph Roth.
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