Constreñidos
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La trascendencia mediática que ha tenido la historia de Antonio Docampo García, el hombre de Ribadavia que murió el pasado enero, a la edad de 107 años, y que tenía por costumbre beberse unos tres litros de vino al día, constituye una suerte de irónica metáfora acerca de estos tiempos de puritanismo orgánico y devoción por la, así llamada, “vida saludable” como única y verdadera forma de alcanzar una tediosa longevidad bien musculada en el gimnasio. La repercusión internacional que ha alcanzado la noticia es el síntoma más claro de esta neurosis global que padecemos y que consiste en constreñir cada vez más nuestra existencia en busca de una imprecisa ilusión de permanencia. ¡Hay conmoción ante la efectiva conservación en alcohol que mantuvo vivo y con buena salud a este buen hombre durante más de un siglo!
La trascendencia mediática que ha tenido la historia de Antonio Docampo García, el hombre de Ribadavia que murió el pasado enero, a la edad de 107 años, y que tenía por costumbre beberse unos tres litros de vino al día, constituye una suerte de irónica metáfora acerca de estos tiempos de puritanismo orgánico y devoción por la, así llamada, “vida saludable” como única y verdadera forma de alcanzar una tediosa longevidad bien musculada en el gimnasio. La repercusión internacional que ha alcanzado la noticia es el síntoma más claro de esta neurosis global que padecemos y que consiste en constreñir cada vez más nuestra existencia en busca de una imprecisa ilusión de permanencia. ¡Hay conmoción ante la efectiva conservación en alcohol que mantuvo vivo y con buena salud a este buen hombre durante más de un siglo!
Seguro que todos coincidimos en que tres litros de
vino al día quizá sea algo excesivo, como también lo serían tres litros de zumo
de arándanos, de Coca-Cola o de leche. No obstante, es evidente que, de un
tiempo a esta parte, existe un celo algo disparatado con todo lo relacionado
con la alimentación. Las calorías son ahora como la prima de riesgo cuando
estalló la burbuja inmobiliaria. La OMS nos cuenta detalles escabrosos acerca
de nuestros queridos chuletones y nuestro médico de cabecera nos raciona las
dosis alcohólicas de la semana como si se tratase del mismísimo propofol que
durmió para siempre a Michael Jackson.
Existe toda una corriente de ortodoxia restrictiva
hacia la comida y la bebida. Desde los cruzados contra la grasa (y no me
refiero a la obesidad evidente y malsana, sino al menor atisbo de chicha o al sutil
nacimiento de esa curva ligera y antes tan feliz de algunas barrigas), motivados,
eso sí, más por razones estéticas que saludables, hasta esos nuevos místicos
que buscan la vida eterna a base de todo tipo de restricciones existenciales, quienes,
por así decir, con la intención de vivir el mayor tiempo posible, reducen,
paradójicamente, al mínimo sus experiencias vitales, ya que, por todos es
sabido, la vida mata, y el rozarse desgasta, y el sexo y el alcohol y la comida
pueden acortar tu viaje.
Cabe preguntarse si, en realidad, lo importante es
la duración de la película o su calidad. ¿De qué sirven tres horas de metraje
si resultan tediosas y estamos constantemente tentados a abandonar la sala a
mitad de la proyección?
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