Los conflictos ficticios de la política
Había pensado escribir sobre Cataluña y todo ese
teatro de declaraciones y trascendencias, de gestos solemnes y desobediencias
burguesas colmadas de una excitación reivindicativa como de activismo
insurgente o pro derechos civiles (símil que el propio Artur Mas no tuvo
reparo, ¿vergüenza?, en emplear para justificar la proclamación independentista
del parlamento catalán del pasado día 9 de noviembre. Ya lo ven, Mas como la
Rosa Parks de los catalanes). Había pensado ser irónico, mofarme un poco de
todo ese ajetreo de banderas y palabras rotundas, del dramático sentimiento de
opresión de quien jamás ha tenido alrededor del cuello otra cosa que sus
corbatas, del grito desgarrado de libertad de quien tiene el privilegio de
disfrutarla plena y pacíficamente como pocas veces ha ocurrido en la historia
de la humanidad… En fin, que había pensado bromear sobre la épica de la
frivolidad, el boato de la irresponsabilidad, la relación entre el aburrimiento
y la estupidez (citando, por supuesto, las ingeniosas palabras de Fernando
Savater en su Diccionario filosófico
y la genial Teoría de la Estupidez de
Carlo Maria Cipolla), y, para terminar, hacer hincapié en la hondura
sentimental de los felpudos del Ikea. Pero, qué quieren que les diga, no estoy
de humor. Cada vez siento un mayor desinterés por los conflictos ficticios de
la política. Para conflictos ficticios prefiero los de una buena novela. La
política ficticia me desencantó hace tiempo, debido, entre otras cosas, a
aquella profusión de aeropuertos sin aviones, megalómanas e inútiles Cidades da
Cultura, Palacios de las Artes… y, más recientemente, al desmantelamiento de la
Sanidad y la Educación públicas como solución (ficticia) a la crisis financiera
(de los financieros, más bien), al mismo tiempo que empezaban a florecer todas
esas cajas B de la política (real, esta vez) y sus correspondientes cuentas en
Suiza como gran metáfora de la neutralidad ideológica que representa la
corrupción.
Y hablando de corrupción, ¿alguien tuvo la
oportunidad de ir a ver B, la
película de David Ilundain sobre el caso Bárcenas? No era fácil, porque solo
llegó a exhibirse en dieciséis salas de todo el país… Normal, aquí las únicas
películas sobre corrupción política que interesan son las americanas… ¡qué
buena Todos los hombres del presidente!,
¿recuerdan? Cabría preguntarse, tal como hacen los creadores de B, si en este país ¿la verdad no cambia
nada?
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