Antídotos
La ficción es el mejor antídoto contra la realidad.
Seguramente esta frase no sea mía. Podría haberla dicho Woody Allen, Juan José
Millás o el mismísimo Stephen King… Quién sabe, incluso se le podría haber
ocurrido a algún amigo mío en una de esas largas tardes de sábado, pegajosas de
cerveza, que nos pasamos a la barra del Casa Ponte. Al fin y al cabo, la frase
tampoco es para tanto. Tiene algo de perogrullada, sobre todo si se pronuncia
con la resbaladiza dicción de la cuarta o quinta pinta. No obstante, igual que
le ocurría a ese personaje de Desmontando
a Harry, demasiado neurótico para funcionar en la vida, pero brillante en
el arte, a veces tiene uno la sensación de que solo la ficción es capaz de
digerir y hacer asimilable una realidad absolutamente desquiciada. La ficción
pone cierto orden en la vida, de alguna manera, la acota, y podríamos decir
que, mientras te conduces bajo sus efectos, la realidad adquiere una luz
especial de inteligencia, una solidez diríamos que entrañable y, por un
segundo, casi el consuelo de un sentido. Y si nada de todo esto les parece lo
suficientemente interesante como para darme la razón, consideren al menos los
beneficios, nada desdeñables, que nos proporciona el hecho de permanecer unas
horas embebidos en la lectura de una novela o aislados en la oscuridad de la
sala de cine, desconectados del móvil, de los chismorreos de las redes
sociales, de la insensatez de nuestros gobernantes, del trapicheo internacional
de ese 1% de tíos Gilitos que todo lo atesoran, de la locura y la barbarie
religiosa o nacionalista… Incomunicados temporalmente también de otras
angustias más íntimas: nuestros conflictos laborales (por exceso o, sobre todo,
por defecto, a pesar del doctor Rajoy y su banda de matasanos), nuestros
problemas familiares, sentimentales, sexuales, informáticos, deportivos… la
ficción puede con todo.
En las últimas semanas me he zambullido con
Emmanuel Carrère (El Reino) en la
Edad Antigua y en sus inteligentes disquisiciones acerca de la (im)probable
historia de los primeros cristianos, también he pasado unas horas con Amenábar
(Regresión) constatando la histeria
satánica de la Norteamérica de los noventa, y, por supuesto, he revisitado a
Dostoievski a través de Irrational man
y del genio único e imperecedero del gran Woody Allen. Ahora, sin olvidarme del
Casa Ponte, me he metido de lleno en el Dickens, El bar de las grandes esperanzas, donde J.R. Moehringer nos sirve
tragos de tan buena literatura que a uno le gustaría permanecer siempre allí
dentro, emborrachándose lentamente, a salvo de todo ese veneno que se destila
afuera, en el mundo real.
Este blog es cada vez más emocionante. Es decir, emociona cada vez más leer, sobre literatura y otras maravillas, buena literatura. Un estímulo que no puedo dejar pasar. Gracias y enhorabuena.
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