La pereza y el verano
No
hay veranos como los de antes, los de nuestra infancia y juventud, los ociosos
y larguísimos veranos de los estudiantes. A partir de cierta edad, es sabido
que todo parece precipitarse, que las estaciones y las fechas relevantes se nos
echan encima con una desquiciada urgencia cíclica, que el tiempo se acelera
como la cuenta atrás de esa bomba cinematográfica a la que el protagonista le
ha cortado el cable equivocado. La vida adulta, además, fomenta el estrés, lo
laborioso, la actividad permanente. Pocos son los afortunados que pueden
tomarse un mes entero de vacaciones y, por otro lado, dadas las actuales
circunstancias sociales y económicas, con tanta gente desempleada y pasando
verdaderos apuros vitales, no es el mejor momento para fantasear con lentas jornadas
de improductivo asueto.
No
obstante, y a pesar de su mala prensa, me parece importante seguir
reivindicando ese derecho a la pereza del que nos hablaba Paul Lafargue, allá
por 1880, y que durante un tiempo fue dogma de aquella vieja fe en el progreso
y el desarrollo tecnológico como garantía de un futuro de paz, libertad,
bienestar y ocio. “Una extraña pasión invade a las clases obreras… es el amor
al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo… En vez de reaccionar contra esa
aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han
sacrosantificado el trabajo… ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles
virtudes, sé tú el bálsamo de las angustias humanas!”.
Hoy
en día, alardear de que trabajas poco o que tu empleo te deja mucho tiempo
libre y, además, te resulta de lo más llevadero, puede depararte no ya la
envidia (que sería cosa natural) de tu interlocutor, sino el desprecio
inmediato. Cuesta encontrar a alguien que no presuma de lo contrario, “¡No
tengo tiempo para nada!”, “¡Estoy de trabajo hasta arriba!”, con alienado
orgullo… personas, incluso, de las que conocemos de sobra la ligereza de sus
quehaceres.
Estar
permanentemente ocupado (sea o no por cuestiones laborales) es una moda
perversa que atenta contra el aburrimiento y la imaginación, también contra la
cultura. Leer, por ejemplo, precisa de generosos y sosegados momentos de
holgazanería que cada vez menos gente se puede, o se quiere, permitir. Ahora,
regresa el verano, todavía con ese sabor antiguo de desocupada indolencia, de
tiempo gustosamente perdido. Yo todavía aspiro a pasar uno de esos veranos de
antes.
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