Política y estereotipos
A
veces tiene uno la sensación de que todo en la vida se reduce a una cuestión
política. La elección de nuestra ropa, el barrio en que vivimos, los bares y
restaurantes que frecuentamos, los canales de televisión o las emisoras de
radio que sintonizamos, los libros que leemos y, cómo no, el periódico que
llevamos bajo el brazo, también el corte de pelo y otros innumerables hábitos y
pequeños detalles de nuestra vida, pueden definirnos palmariamente a los ojos
de esos avezados analistas políticos que escudriñan sin descanso la realidad
circundante, ya sea desde las más altas instancias periodísticas o desde la
barra de un bar, desde el escritorio contiguo en la oficina o la mirilla del
piso de enfrente. Es un dilema que viene de lejos, lo sé, y que limita nuestra
libertad de expresión de la peor de las maneras: con una rígida, y por momentos
neurótica, autocensura que favorece, precisamente, que los estereotipos se
perpetúen y los escudriñadores se multipliquen. Sin duda, la irrupción de la
moda hípster ha contribuido favorablemente a que los muchachos de las nuevas
generaciones del PP puedan cubrir sus rostros con pobladas barbas sin miedo a
que los confundan con izquierdosos o muertos de hambre, pero qué hombre menor
de cincuenta años (a partir de esa edad, he observado menor hostilidad), en
este país, que se haya dejado crecer un díscolo bigote no ha tenido que
aguantar que lo tilden de facha o de picoleto (facha también, entiéndanme). La
afición de Aznar por el pádel hizo mucho daño a los progresistas amantes de
este deporte en los noventa, y no quiero pensar cómo habrá afectado a los
clientes de Alcampo que Pablo Iglesias marque tendencia con ropa exclusiva de
este establecimiento. Pero el colmo de todo esto es, por supuesto, nuestra
bandera nacional, ese prejuicio hecho tela de colores. Llevar la bandera
española en una camiseta o en una pulserita sigue teniendo hoy (tras casi
cuarenta años de democracia) unas connotaciones bien claras. En el PP se luce
con orgullo; en el PSOE, IU, Podemos y partidos nacionalistas su presencia
genera, al menos, desazón, y en muchos casos urticaria. En lugar de unir,
fomenta la controversia y la aversión. Es un lastre que no tienen otros países
de nuestro entorno, una grieta en los cimientos de la que nadie ha querido
nunca hacerse cargo y que cada día parece más difícil reparar. Un debate
pendiente.
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