PALABRA POR PALABRA. Pemiados


Rafael Chirbes (JESÚS CÍSCAR. EL PAÍS)
Los primeros días de octubre han devuelto a la actualidad literaria a dos escritores que admiro y que son directamente responsables de mi afición por la literatura, de mi empeño en escribir: Antonio Muñoz Molina y Rafael Chirbes. El primero ha recibido el Premio Liber al autor hispanoamericano más destacado, y Chirbes es el nuevo Premio Nacional de Narrativa por su última novela, En la orilla. Con Los títulos de sus obras, podría unir los puntos de mi propia biografía a lo largo de los últimos veintidós años. He vivido la aparición de cada uno de sus libros como un acontecimiento extraordinario y, por supuesto, en su momento recorrí cuantas librerías hizo falta para encontrar los que habían publicado antes de que yo los conociese, con apenas veinte años.
Supongo que lo mismo le ocurrirá a muchos de sus lectores, esta alegría sincera por el reconocimiento público de su inmenso talento. Aunque ambos son ahora escritores valorados y conocidos en justicia, no siempre ha sido así. En un país en que se lee tan poco, para que un escritor alcance cierto nombre se precisa, además de una buena dosis de suerte, tener cierto perfil mediático, a veces una familia bien posicionada, los amigos precisos, pertenecer a ciertos círculos intelectuales, haber nacido, o caído, dentro; ser de los de dentro. Pero Muñoz Molina y Chirbes siempre han sido de los de fuera y, en cierto modo, su personalidad, en algún caso, y sus convicciones, en otros, a menudo les han impedido traspasar plenamente esa barrera. Fuera se sienten más a gusto.
Antonio Muñoz Molina
Hace ya muchos años, en un congreso de escritores que se celebró en Segovia, mi, por aquel entonces, profesor de literatura en la universidad, Gonzalo Santonja, charlaba en un salón de actos abarrotado con el conocido escritor Francisco Umbral. En cierto momento, Santonja le preguntó a Umbral su opinión sobre un joven escritor que ya despuntaba, gracias, entre otras cosas, a haber ganado el Premio Planeta con El jinete polaco. Para mi sorpresa, y desconcierto, el gran Umbral dijo que Antonio Muñoz Molina le parecía un escritor mediocre, y, acto seguido, le pidió al profesor que terminaran con aquella conversación porque le iba a estallar la vejiga, lo que provocó un estruendo de risas entre el público. A mí no me hizo ninguna gracia, y Umbral se granjeó entonces un desafecto (literario, entiéndase) que todavía perdura.

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