PALABRA POR PALABRA. Cuando la lluvia es arte


Julio Llamazares (Foto: Cecilia Orueta)
Este verano he vuelto a leer La lluvia amarilla, de Julio Llamazares. Ya la había leído más de una vez, pero hacía tanto tiempo que he disfrutado de su lectura como si, en realidad, fuese la primera. Han pasado veinte años desde aquélla, y no muchos menos desde que mi devoción y ese gusto de volver sobre lo que uno ama me empujasen a sucesivas lecturas. Después, la marea infinita de libros pasados y futuros por leer lo arrastró hasta vararlo, como a todos los demás, en su lugar imperturbable de la estantería. Por supuesto, recordaba perfectamente el argumento, el tema o los temas que aborda esta maravillosa novela, pero en la grandeza de la buena literatura radica esa suerte de insignificancia que adquiere la trama en favor de la escritura en sí misma. La lluvia amarilla es un lienzo narrativo al que uno puede volver y asomarse para contemplar su belleza cuantas veces quiera; es uno de esos poemas que nos gusta mucho y no nos cansamos de releer siempre que sentimos la íntima necesidad de sus palabras; una canción que nos acompañará siempre y que, a menudo, vuelve a nosotros mientras observamos ese cuadro o leemos aquella poesía; una película que hemos visto diez veces y volveremos a ver otras tantas.
La voz del último habitante de un pueblo abandonado del Pirineo aragonés nos trae la memoria de una forma de vida que se extingue. A través de sus recuerdos ya amarillos, ajados por el paso del tiempo y el ritmo inquebrantable de las estaciones, asistimos al progresivo derrumbamiento de un pueblo y de quienes lo habitaron como extraordinaria metáfora de la propia existencia. La lluvia de hojas amarillas del otoño difumina los contornos de las casas y los caminos, la memoria de los rostros de sus antiguos vecinos y familiares, convertidos ahora en fantasmas que pueblan una soledad mortal. Resulta curioso comprobar el efecto que el tiempo transcurrido desde mis primeras lecturas, casi adolescentes, de esta novela ha tenido sobre mi percepción del texto. Ahora que el tiempo empieza a acumularse también a mi espalda y el pasado se ensancha con todo lo vivido, he podido saborear con un placer nuevo cada una de sus familiares palabras. Unos versos del propio Llamazares lo explicarán mejor:
Huyen los años de tus ojos como bandadas de cometas
por las plazas maduras. (Sólo quedan los bueyes rumiando su tristeza.)

La lentitud de los bueyes

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