Escribir una obra literaria sublime no está al
alcance de todos. Conseguirlo es, no me cabe duda, una cuestión de talento,
pero concurren también, a mi modo de ver, otras circunstancias que el sutil
azar dispone en torno al escritor de la manera más oportuna (y no siempre
amablemente) para guiarle, a ciegas, hacia esa excelencia a menudo irrepetible.
Encuentros fortuitos con personas inspiradoras, viajes, experiencias vitales,
tragedias familiares, éxitos o fracasos previos… acaso el efímero atisbo de un instante
de felicidad. La cuestión es que esa gran obra, de lograrla, supone un techo
difícil de salvar para el autor y, quizá, una vara de medir excesivamente
rigurosa para sus lectores a la hora de enjuiciar sus futuros trabajos.
Reconozco que empecé a leer La hondonada,
de Jhumpa Lahiri, con esta ambivalencia revoloteando alrededor de sus primeras
páginas. Su obra anterior, Tierra
desacostumbrada, había supuesto para mí, no sólo el descubrimiento de una
autora fascinante, también el hallazgo de uno de esos libros “importantes”,
títulos que brillan con luz propia en nuestra biografía lectora, a los que
seguro regresaremos más adelante; mundos literarios tan potentes, tan
personales, que pasan a formar parte del torrente de nuestras emociones y de
nuestros recuerdos, que marcan cierta línea estética en nuestra forma de
entender la vida. Deseaba que cada palabra de La hondonada me conmoviese con esa misma fuerza y leía con
ansiedad, haciendo malabarismos al borde de la decepción. Pero Lahiri posee el
talento de los más grandes, y a medida que uno se adentra en la vida de los
hermanos Subhash y Udayan, en esa historia que abarca desde su infancia, tras
la Segunda Guerra Mundial, hasta nuestros días y se mueve entre la India y los
Estados Unidos con asombrosa ductilidad, comprende que ha vuelto a quedar
irremediablemente atrapado en la magia de la mejor literatura. Lahiri desgrana
con ese estilo suyo tan pulcro, conciso, de una sencillez portentosa, la épica
muda, invisible, de nuestras vidas corrientes, el peso de la existencia. La
novela contiene párrafos de una hermosura inquietante, austera, de una hondura
sin dramatismos que toma su fuerza del impresionante ejercicio de contención
que la autora despliega a lo largo y ancho de sus más de cuatrocientas páginas con
una maestría admirable. Sublime, nuevamente.
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