PALABRA POR PALABRA. "Libertad" y la publicidad
Jonathan Franzen |
Asustaba un poco ese desembarco mediático, que bien
parecía un abordaje, con el que arribó a nuestro país la última novela de
Jonathan Franzen: Libertad. Toda esa
apología de la “gran novela americana” y sus volúmenes multiplicados en
escaparates y estanterías reproducían la reconocible estrategia de ventas al
por mayor que las grandes multinacionales del sector editorial aplican a esos
subproductos literarios que manufacturan y esparcen por medio mundo. Dados los
precedentes, uno suele recelar de tanto dispendio publicitario, y debo
reconocer que, a pesar del buen nombre de Franzen y de la indiscutible calidad
literaria de sus anteriores novelas, esta Libertad
ubicua, casi cargante, me pareció ciertamente sospechosa. Así que, durante un
tiempo, me dediqué a apartar de mí todos esos ejemplares que, como en una
pesadilla, me asaltaban en cualquier librería y en las secciones más
insospechadas, para tratar de escarbar en lo que asomaba por debajo: las
últimas obras de Jordi Soler, un libro de cuentos de Alice Munro… No obstante,
un buen día, acuciado por esa necesidad neurótica (seguramente ustedes la
compartan conmigo) que a menudo empuja al lector hacia la posesión de un nuevo
libro, a cualquier precio, por cualquier motivo, por el mero placer de
arrancarlo del expositor, de sopesarlo entre las manos, de hojearlo y quizá
olfatear disimuladamente entre sus páginas la reconfortante fragancia del papel
nuevo y la tinta, acabé llevándome a casa la novela de Franzen decidido a
terminar de una vez por todas con aquella suerte de manía persecutoria.
¡Y vaya si terminó! Lo cierto es que la situación
se invirtió de tal modo que, durante las dos semanas siguientes, fui yo quien
se dedicó a perseguir esa Libertad
sin darle tregua, absolutamente rendido a su ambiciosa concepción narrativa, a
su estilo limpio, a la vez minucioso y universal. Sin duda, se trata de una
obra excepcional, de un autor con una capacidad fabulosa para construir un
complejo entramado literario donde el lector, no obstante y como suele decirse,
se encuentra como pez en el agua.
Después de esto, uno se plantea qué no podría hacer
la publicidad bien entendida para acercar la buena literatura a tantos lectores
que no poseen el tiempo necesario para bucear entre los llamativos best-sellers
que inundan los escaparates.
Ojos que no ven (un libro), lector que se pierde.
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