PALABRA POR PALABRA. El tiempo y las palabras


Don DeLillo
Don DeLillo es uno de esos grandes narradores de la literatura universal de los que tenemos la suerte de ser contemporáneos. Me refiero a ese tipo de escritor “superdotado” que, a buen seguro, aparecerá destacado en los libros de Historia de la Literatura durante décadas. Su prosa siempre ha poseído una precisión sensorial extraordinaria. Los temas de sus novelas, más allá de tramas y argumentos concretos, de ese trasfondo de semblanza de la sociedad norteamericana que poseen algunas de sus obras más conocidas, como Libra o Submundo, suelen girar en torno a dos hechos insoslayables: el tiempo (su fluir incesante) y la muerte. Cada nueva novela de Don DeLillo parece dar un paso más allá en su técnica sutil de depuración; decir más con menos palabras. Ya en Body Art (2001) apuntaba en esta dirección: una concisión en la forma que, sin embargo, consigue ensanchar el fondo hasta los mismos límites de la conciencia del lector. Las novelas nacen en el papel para desarrollarse luego en nuestra mente durante un tiempo incalculable, mucho más allá de la última página, de ese último punto que no es nunca el final sino el principio.
Su última novela, Punto Omega (2010) nos lleva hasta el desierto de California, donde un hombre ha decidido aislarse de los convencionalismos y de la conocida geografía de las ciudades en busca de una percepción diferente del tiempo y del espacio. “No había mañanas ni tardes. Era un solo día inconsútil…” En el desierto no hay distancias y, sin reloj, los minutos, las horas y los días parecen expandirse o contraerse a voluntad de nuestra conciencia. “Cada momento perdido es la vida... Un momento, un pensamiento, que está y ya no está, cada uno de nosotros, en una calle de algún lugar, y eso es todo”. Ser conscientes del paso del tiempo nos enseña a observar los pequeños detalles, los más sutiles, donde está la verdadera vida. Nuestra habitual indolencia, ese pasar de puntillas sobre los hechos cotidianos, hace que la vida se nos escape “segundo por segundo”. Vivimos a merced del tiempo, de su velocidad, inconscientes de cuanto se nos pierde entre sus pliegues, detalles que sólo podríamos advertir ralentizándolo, observándolo todo fotograma a fotograma (palabra por palabra) antes del fin, porque la vida “es el yo en el blando revolcadero de lo que sabe, y lo que sabe es que no vivirá para siempre”.

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