FICCIONES. Las buenas historias

Hay cuentos que se te quedan grabados. Pasan años, décadas, y se te presentan como un golpe de viento, a veces como un recuerdo, que es a la vez tuyo y de otro, en parte real y en parte ficción. Igual que hay olores que pueden traerte a la memoria, de forma tan vívida, una tarde concreta de agosto, aquellas vacaciones infantiles, la luz exacta de un instante fugaz y remoto, se da también el caso de tardes de agosto, o de este mayo nuestro, en las que un sabor, un olor, la visión de un paisaje o de una mujer o un hombre con el que te cruzas por la calle, reviven de improviso en tu mente el recuerdo de algo ficticio, que no se dio, que forma parte de la imaginación de otro a pesar de pertenecerte, de ser un recuerdo tan legítimo como cualquier otro. Los cuentos tienen la virtud de condensar en unas pocas páginas vidas enteras. Podríamos decir que un relato es como una píldora de literatura concentrada. Todo está ahí, en esa pequeña dosis y, si el narrador es hábil o, simplemente, si esa voz, por insondables motivos, consigue seducirte, su impacto en tu imaginación puede llegar a ser mayor que el de una novela, puesto que es tarea tuya rellenar los huecos, completar el universo sugerido por el escritor.
Hace muchos años, leí un libro de relatos de Xosé Luis Méndez Ferrín por el que siento un apego especial. Se trata de O crepúsculo es as formigas (1961). Siempre he conservado la memoria de esa atmósfera trágica que envolvía aquellas historias. En especial, un relato titulado A cabeza fendida, en el que el lector es testigo de cómo el azar del infortunio desgarra de la forma más inopinada la apacible tarde de playa de “Gustavo Comesaña, fubolista” y su novia. Tiempo después, me pareció advertir que lo mejor de esta obra de Méndez Ferrín formaba parte del tejido crudo y escueto de las mejores narraciones de Raymond Carver en De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), con todo el Atlántico de por medio. Escenas cargadas de una cotidianidad en apariencia intrascendente que acaban revelando la naturaleza ambigua y contradictoria del ser humano, ese frágil equilibrio que nos separa del desastre.
Las buenas historias tienen ese poder, son inmarcesibles. Su inocua y breve apariencia nos deja, sin embargo, una profunda y bella huella literaria.

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