FICCIONES. Lo que no leeremos


De vez en cuando, me viene a la cabeza el título de un libro que leí hace algunos años: Los demasiados libros, de Gabriel Zaid, Finalista del Premio Anagrama de Ensayo (1996). Suele pasarme cuando pierdo interés por el libro que tengo entre manos; cuando entro en una librería y veo las estanterías forradas con cientos de volúmenes que no llegarán a venderse a pesar de que, precisamente, el que yo estoy buscando no lo tengan y deba encargarlo; cuando en la radio o en los diarios me asaltan los eslóganes publicitarios de las grandes editoriales anunciando “La nueva obra maestra de menganito”, “La novela definitiva sobre la II Guerra Mundial”… como si los lectores ya no aceptásemos nada por debajo de la excelencia. Igual que esos libros que, en su primera edición, acuñan en sus portadas el calificativo de “nuevo best-seller de fulanito de tal”; lo que siempre me recuerda a esos productos que tratan de vendernos con una de las frases más kitsch de la historia de la publicidad: “Anunciado en televisión”, como si tal cosa fuese en sí misma garantía de calidad o de prestigio.
Por supuesto, también me ocurre cuando reviso mi propia biblioteca y siento el vértigo de cuanto me queda por leer, al tiempo que sigo engrosándola con nuevos títulos y suspiro por releer otros muchos con un nudo de nostalgia en la garganta. Porque siempre me ha gustado pensar que algún día retomaré todas aquellas lecturas que conforman la épica de mi educación sentimental, libros que evocan otras épocas de mi vida, que me traen a la memoria un amigo, una antigua novia, un viaje…
Pienso en Los demasiados libros cuando publican esas estadísticas que afirman que cada vez se lee menos, las mismas que registran nuevos récords de audiencias televisivas; cuando intento adivinar qué medidas han tomado los sucesivos gobiernos de este país para fomentar hábitos de lectura; cuando percibo en buena parte de nuestra clase política ese desprecio embrutecedor por todo cuanto tenga que ver con la cultura, con la formación del espíritu crítico, la educación para la ciudadanía… ese empeño en convertir el sistema educativo en un mero expendedor de títulos, en promover en los jóvenes el frustrante objetivo del éxito, la idea de que las Humanidades son, hoy, cosa de los muertos de hambre de mañana.

Comentarios

  1. Lo más preocupante de todo, desde mi punto de vista, es que tengo la impresión de que los que ejercían de padres hace cuarenta años tenían mucho más claro que los que hoy desempeñan esa función, que ser una persona cultivada y leída era un buen pasaporte para la vida. ¿Cuántas veces habéis visto a vuestro alrededor a alguien, adulto y pretendidamente formado, presumir y jactarse de no saber algo (un idioma, un dato histórico o cultural)? Hace poco leí en un artículo de opinión que lo peor del ambiente cultural de España era que la gente empezaba a presumir de que no sabía. Si esto es verdad, no basta con el impulso solo de un Gobierno (ni la uno, ni la de los dieciocho gobiernos nacional y autonómicos) para cambiar el rumbo. Los gobernados, muchos millones de personas educadas gratuitamente hasta los dieciocho años, y de forma muy subvencionada hasta los veintitrés, tenemos tanta o más responsabilidad que los Gobiernos.

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