Los idiotas
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A Coruña y estadio de Riazor |
Fui socio del Dépor muchos años. Dos domingos al mes acudía
fielmente al estadio para disfrutar del partido en vivo, donde la experiencia
del fútbol poco o nada se parece a la de verlo a través de la televisión (algo
parecido a lo que ocurre con una película cuando la vemos en el cine o en el
salón de nuestra casa). No soy muy futbolero. Los únicos partidos que veo son
los de mi equipo. Del resto, apenas conozco los nombres de los jugadores ni el
puesto que ocupan en la tabla clasificatoria. Quiero decir con esto que mi
relación con este deporte es ambigua; mi pasión y mi interés por la competición
y lo que la rodea no va más allá de los noventa minutos que dura un solo
partido cada fin de semana. No obstante, los días que había fútbol en Riazor
siempre eran algo especial. Tenían una rutina de día festivo con vermú largo,
de ocioso paseo por la media luna de la bahía hasta el estadio, junto a la
playa y el idéntico espectáculo del mar en calma, arrancando infinitos
relumbres del sol, o encrespado y violento en la lluviosa grisura de una tarde
de invierno. El olor del césped húmedo y recién cortado, las voces de los
futbolistas y el rumor de sus carreras y del deslizamiento de sus botas sobre
la hierba, los golpeteos al balón… un fragor de contienda pacífica, de lucha de
estrategias, de juego, al fin y al cabo.
Lo único que desentonaba siempre en aquel espectáculo, en
aquellos sábados o domingos memorables, eran ciertos individuos (a veces aislados
y perfectamente reconocibles -el señor de al lado, la señora sentada tres filas
por debajo, los dos tipos de atrás-, y otras, despersonalizados entre la masa
de aficionados de un mismo graderío que jalea sus consignas al unísono) que con
su actitud chulesca o violenta, sus cacareados comentarios de troglodita poco
aventajado y sus cánticos chovinistas y analfabetos, a menudo conseguían romper
el encanto del momento y devolverme de golpe a la realidad cruda de saberme
rodeado de tantos idiotas con los que, para mí vergüenza, compartía una misma
afición. En el estadio, he oído de todo: gritos racistas, machistas, homófobos,
fascistas… pero sobre todo, gritos de una incultura violenta y orgullosa. No
son mayoría, pero siempre ha sido un grupo nutrido.
Este año, el comienzo de la liga ha tenido como triste
protagonista a uno de esos grupos de idiotas que, en el estadio del Molinón, chillaban
como monos cuando el jugador del Athletic, Iñaki Williams, tocaba la pelota. La
noticia ha sido que el árbitro decidiese parar el partido (decisión encomiable)
hasta que los insultos cesasen, no el racismo, que, por desgracia, me temo que
es algo habitual en los estadios.
Cuando vuelvo, ya muy de vez en cuando, a Riazor, me siento
abochornado cada vez que una parte de la hinchada grita con monumental idiocia
eso de “¡Tú, vigués, puto portugués!”. Y es que el fútbol es así, y la
educación, también.
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