PALABRA POR PALABRA. El hombre, el vaso y la máquina


Se levanta temprano tras la noche turbulenta de insomnio o de excesos alcohólicos. Si no tiene citas que atender en la ciudad, se acercará hasta el pueblo para comprar el pan. De vuelta en casa, él y su mujer tal vez guarden silencio durante el desayuno, aunque lo más probable sea que alguno de los dos deslice sobre la mesa algún comentario inconveniente, hirientes apostillas sobre la fiesta de anoche en el club o en casa de unos amigos; reproches por la borrachera vergonzosa de él, por la frialdad amorosa de ella. Sus sentimientos son confusos; hay rabia y deseo, impulsos de una turbiedad que lo excita y desasosiega a partes iguales. A veces, busca consuelo en dios, pero la suya es una religiosidad ingenua y conflictiva: “Confrontar, con indulgencia y compasión, la aterradora singularidad de mi propia persona”. Más tarde, se sentará frente a su escritorio y empezará a teclear en su máquina de escribir. Es un escritor prestigioso, reconocido, sobre todo, por los cientos de cuentos que ha publicado en The New Yorker desde finales de los años treinta. Pero ahora, en la mañana fresca quizá de otoño, en su granja de Ossining, Nueva York, no está escribiendo ninguna ficción, ninguna historia maravillosa sobre padres de familia que cogen trenes para acudir a su trabajo en la ciudad, que beben a cualquier hora con grandes dosis de elegancia y tienen la semana cargada de compromisos sociales en las urbanizaciones donde residen, “…historias de un mundo hace tiempo perdido, cuando la ciudad de Nueva York aún estaba impregnada de una luz ribereña, cuando se oían los cuartetos de Benny Goodman en la radio de la papelería de la esquina y cuando casi todos llevaban sombrero”. No, ahora, el escritor está entregado, como cada mañana desde hace décadas, a la tarea de convertir su vida en pura literatura. Son sus Diarios. Él es John Cheever (1912-1982).
La honestidad de este libro sólo es comparable a su calidad literaria. Su huella en nuestra imaginación será imborrable: el amor por su familia, sus amantes, sus paseos con los perros en el bosque cercano, sus baños en la laguna, el placer de patinar sobre el hielo del lago, sus manos temblorosas, la primera copa antes de las once de la mañana, su sexualidad atormentada, su incertidumbre como escritor… el hombre, el vaso (de whisky) y la máquina: puro Cheever. 

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