Patologías navideñas

Leo por encima las noticias que llegan de la ciudad de Vigo acerca de su reciente sicopatía navideña. Al principio, el año pasado, me daba la risa, una risa algo paternalista, condescendiente. Me parecía una idiotez, pero, ya se sabe, hay gente para todo. El alcalde de dicha ciudad, además, aparecía por doquier presumiendo de iluminación navideña como si estuviese anunciando la fórmula del pleno empleo. En su delirio, le daba incluso por comparar a Vigo con otras ciudades españolas y europeas cuyo derroche lumínico en fechas tan señaladas resultaba insignificante a su lado. Pero en España ya estamos curados de espanto y, después de asistir a la construcción de aeropuertos sin aviones ni pasajeros (nunca sabremos qué fue lo que no hubo primero), urbanizaciones sin vecinos, faraónicas ciudades de la cultura (del despilfarro) y un largo etcétera de obras inútiles y millonarias, la ocurrencia de las luces no dejaba de ser una chorrada naif y aparentemente inocua. 
Desde entonces, sin embargo, se ha desatado una suerte de neurosis colectiva que ha llevado a la gente a fletar autobuses e ir en peregrinación a ver las luces viguesas de navidad. Da qué pensar. Y eso fue lo que hizo el ínclito alcalde de la ciudad, que este año ha sumado al dispendio decorativo unos cañones de nieve artificial que se pasarán un mes (porque la Navidad ahora dura como unas antiguas vacaciones de verano) vertiendo falsa nieve sobre la acera de una de sus calles principales. 
Supongo que da igual que la gente tenga unos trabajos de mierda (me van a disculpar, pero creo que seguir hablando de "precariedad laboral" puede confundir a todas esas personas cegadas por los brillos horteras de la decoración navideña), que los alquileres en el centro de las ciudades no se los puedan permitir más que los turistas y algunos directivos con megabonus, que los llamados fondos de inversión se dediquen a comprar pisos a diestro y siniestro mientras el resto del mundo debe conformarse con viviendas cada vez más pequeñas, más caras y periféricas, que falten recursos para la escuela pública y los médicos no den abasto con sus cupos de pacientes. En fin, podría seguir y seguir, pero no es cuestión de parecer Ebenezer Scrooge. 

Convertir la navidad en un espectáculo Disney para atraer un turismo aglomerante y estacional quizá sea una genialidad marquetiniana, pero el día que se apaguen las luces y la gente vuelva a abrir los ojos a la realidad diaria, puede que eche en falta ciertos servicios básicos que les han sido escamoteados en medio del jolgorio y el artificio. Y como suele pasar, volveremos a echarle la culpa a la estulticia y al populismo de los políticos, capaces de las mayores simplezas con tal de asegurarse un puñado de votos. ¿Y qué hay de quienes asistimos en silencio a sus delirios de grandeza o a sus síndromes de Peter Pan? ¿Y qué hay de los votantes? Yo lo tengo claro, prefiero la Navidad de Dickens. Pero los libros, de momento, no tienen lucecitas.

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