Contra las gaitas

No hay instrumento que me resulte más desagradable, a fuerza de estruendoso y poco edificante, que la gaita. Si bien es cierto que el recuerdo, por desgracia imborrable, de los gaiteros de Fraga, en mi caso, juega claramente en su contra, creo que mi desencuentro con ella va mucho más allá de esta magna anécdota de aquel popular populista tan admirado por estos lares. Si les soy sincero, pensaba escribir sobre otra cosa, asuntos más ingrávidos y sutiles, pero en mitad de un pensamiento cazado al vuelo, rugieron las gaitas bajo mi ventana. Su irritante sonido penetra muros y cristales, te impide pensar y por supuesto realizar cualquier otra actividad cotidiana, como escuchar tu propia música, leer o escribir. A pesar de haberme topado muchas veces con desastrosos e hirientes gaiteros solitarios, a menudo desafinados (no debe ser un instrumento fácil) y siempre desafiando la paciencia de su público cautivo, es habitual verlos en grupo o acompañados por simpáticos tamborileros que hacen las delicias de los farmacéuticos de la zona. Claro que he tenido que sufrir también las serenatas de repelentes guitarristas a quienes de buena gana les hubiese pagado unas clases con mi amigo Luis Tinaquero, excelente músico que se ha dejado las yemas de los dedos tocando en las calles de esta ciudad, pero con estilo, amigos míos, y mucha maestría. Porque entre el ruido y la música la diferencia no es baladí. No sé si se deberá a esa moda televisiva de la pornografía del talento, pero cada vez hay más gente dispuesta a darle la turra al personal sin albergar el menor sentido del ridículo ni, por supuesto, conocimientos musicales de ninguna clase. Y, por si esto fuera poco, y no les pareciese suficiente con torturar a los desarmados viandantes que se ven obligados a pasar por delante de ellos, de un tiempo a esta parte, suelen venir pertrechados con amplificadores potentísimos que agravan su delito con el consiguiente allanamiento, múltiple, de morada. El silencio cada vez tiene más mala prensa, no vayamos a parecer gente aburrida, y tomarse la molestia de aprender a hacer bien las cosas está sin duda en franco retroceso en casi todos los ámbitos de la vida, pero en el arte, la tendencia se ha convertido en pandemia. El colmo de todo esto es que los supuestos artistas se arroguen el derecho a tener un público forzoso. 
Sin embargo, si he de ser sincero, con la gaita, qué quieren que les diga, me importa bien poco el virtuosismo del gaitero. Supongo que habrá lugares más apropiados que la calle bajo la que escribo para que atruenen a gusto, espacios bien acondicionados donde los amantes de las gaitas puedan ir a disfrutar de sus folclóricas melodías sin tener que obligarnos a los demás a sufrirlas. 

Mira por dónde, justo ahora se ha puesto a llover. Si es que no puedo quejarme tanto. Bendito clima.

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