Cultura rápida

Tengo la sensación de que cada vez es más difícil cruzarse en el camino de los libros importantes, esos que nos sacuden y conmueven, esos que nos llegan bien adentro y nos sacian de palabras que nutren nuestra inteligencia y acaban por formar parte de lo que somos. Y no es que esta clase de libros haya dejado de publicarse, ni que los escritores capaces de escribirlos hayan claudicado o desaparecido, sino que sus obras suelen acabar enterradas bajo toneladas de novedades intrascendentes, fuera de la vista del común de los lectores, que apenas tiene tiempo de echar un vistazo al escaparate de su librería o de hojear someramente el suplemento cultural del fin de semana antes de ocuparse de otras tareas más apremiantes. 
Vivimos rodeados de información, sobrepasados por ella, pero, en realidad, la mayor parte del bombardeo diario de, por ejemplo, títulos de libros o películas o series de televisión, de nombres de "artistas", como se le llama ahora a todo el mundo, o grupos de música, de titulares de prensa o de opiniones y consejos capitalizados por los llamados influencers, resulta de una superficialidad abrumadora. Es decir, que la información más accesible, abundante y ruidosa es a menudo la más despreciable o banal; la comida rápida del conocimiento de las cosas. Si uno se queda ahí, si no es capaz, por tiempo o por pereza, de buscar debajo o en los márgenes de todo este festivo alboroto, su dieta cultural será cada vez menos nutritiva y variada. Consumirá cultura como quien zampa bollos. Luego llegarán los consabidos problemas de obesidad y riesgo cardiovascular, dado el alto nivel de lugares comunes o de sensiblería pueril en sangre. 
"La gente no quiere ver una película o leer un libro que les haga pensar o les suponga un conflicto o un esfuerzo mínimamente intelectual", me decía un amigo hace poco, "lo que quiere es entretenerse, divertirse y olvidarse de sus problemas y de su jefe". Es la lógica aplastante del capitalismo y su metástasis en todos los órganos de nuestra sociedad. Convertirlo todo en un producto. Uniformizar su contenido y simplificarlo para que pueda ser digerido sin dificultad y con premura por el mayor número posible de consumidores. Libros, música y películas o series de consumo rápido y masivo. 
Comprendo los mecanismos del mercado, pero me niego a darme por vencido. No entiendo a esa gente de la que habla mi amigo. En la literatura, en el cine y en la música busco, precisamente, el conflicto, la agitación y el cuestionamiento de todas las cosas. 

Cada vez es más difícil encontrar esos libros de cuya lectura sales exultante o trastornado, con la sensación, quizá, de haber hecho un viaje por el lado salvaje. Pero están ahí, sacudan bien las mesas de novedades, buceen en las pobladas estanterías. El último con el que he tenido la suerte de cruzarme es "Una vieja historia. Nueva versión" (Galaxia Gutenberg, 2018), de Jonathan Littell. Demoledor.

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