Cabezonería

Me gustan las librerías. No se asusten, hay más gente como yo. Aunque tal vez no seamos muchos, tal vez no llenemos estadios ni formemos entre todos largas colas para hacernos un selfie con el famoso de turno, al que quizá le haya dado también por escribir un libro, por lo que tiene de pintoresco, de cosa popular y todavía prestigiosa, que algún mérito tendrá eso de juntar palabras, aunque sea con una pobreza que araña la vista, o con la fórmula de la Coca-Cola editorial que, hoy en día, practican hasta los sellos más insospechados; a saber, mucha burbuja y muy ligero todo, consumo rápido y refrescante. 
Hace ya algún tiempo, escuché decir a Félix Romeo que él no se consideraba un ratón de biblioteca, como había querido describirlo su entrevistador, sino, más bien, una especie de elefante de librería. Me sentí tan cerca del gran Romeo entonces, ¡no estamos solos en el universo!, pensé. 
No suelo aceptar libros prestados por amigos, tampoco acostumbro a prestar los míos (las pocas veces que lo he hecho, por flaqueza o distracción, los he perdido). Si alguien en quien confío me recomienda una novela, prefiero comprármela y leerla tranquilamente hoy o mañana o dentro de un año, cuando las altas pilas de lecturas pendientes se aligeren lo suficiente. Lo comentaba hace poco con otra lectora y amante también de esas pequeñas tiendas de barrio atestadas de libros. Ambos coincidíamos en que a estas alturas de nuestras vidas acumulamos en casa más títulos, todavía sin leer, de los que podremos dar cuenta en el tiempo que quiera que nos quede. Pero eso no nos importa, se hará lo que se pueda. Nosotros seguiremos entrando en las librerías y paseándonos entre las mesas de novedades y más allá, entre las estanterías donde tantas veces se ocultan los mejores hallazgos. Y saldremos en cada ocasión con uno o dos ejemplares bajo el brazo, felices con nuestra compulsión. 

No obstante, en los últimos tiempos, los lectores no solo debemos convivir con la amenaza en sesión continua de la famosa muerte de la novela (a veces es el propio sector editorial quien se empeña en afilar los cuchillos), también con la menos inverosímil desaparición de las librerías. El libro electrónico, las grandes multinacionales de la venta online, el creciente desapego por la cultura y la pérdida gradual de lectores hacen que mantener el negocio se haya convertido en pura "cabezonería", como dice Lola Larumbe, cuya librería, Rafael Alberti, en Madrid, acaba de recibir el premio Boixareu Ginesta 2019, concedido por la Federación de Gremios de Editores de España. Mi enhorabuena, porque, qué sería de nosotros sin ese empeño, sin esa resistencia feroz de Lola y tantas otras libreras. ¿Qué sería de la literatura sin las librerías, ese último refugio?

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