Paseo navideño


Al contrario de lo que parece ocurrirle a mucha gente, con el paso de los años, cada vez disfruto más de estas fiestas. Me lo tomo con calma, como casi todo, y como me encanta comprar libros, el engorro que tantas veces supone cumplir con el ritual de los preceptivos regalos (a lo que cabría añadir una más que razonable angustia moral, dado el frenesí consumista al que nos entregamos) lo solvento, y casi diría que lo disfruto, a base de novelas, libretas y bolígrafos para todo quisque. Además, los días de fiesta uno puede echarse una manta en el sillón y leer hasta que le duelan los ojos; o pasear por una ciudad adormilada, como de domingo provinciano, de calles apenas transitadas y comercios cerrados, sin otro ajetreo que el de las ágiles sombras de los perseverantes corredores que habitan el paseo marítimo. 
Me gusta pasear con M. y hablar de nuestras cosas, de todo lo que nos ha ocurrido este último año. El día de Navidad, nos sorprendió una temperatura primaveral muy poco edificante en estas fechas. Con el abrigo colgado del brazo y el gorro de lana y la bufanda en la mano, nos dirigimos hacia punta Herminia y el entorno de la Torre de Hércules. Atravesamos la pequeña playa de San Amaro y vimos a una mujer dándose un baño. Estaba claro que ni siquiera iba a poder estrenar los mitones que Papá Noel, con su proverbial nostalgia de mañanas nevadas, de lagos helados y ese olor a humo de leña tan de cuento de John Cheever, acababa de regalarme. M. me preguntó por los libros que he leído este año. Quería saber si El Nix, de Nathan Hill, que había terminado hacía poco y del que no había dejado de dar muestras de admiración desde la primera de sus páginas, había sido lo mejor de todo. Pero M. sabe que esa pregunta no tiene una respuesta fácil y que ella misma jamás la hubiese formulado de no tratarse de una conversación contextualizada en una columna del periódico del último viernes del año 2018. Así que le dije que no sabría decirle, pero que la novela me pareció portentosa, escuela de Franzen, sin duda; una proeza literaria, con la virtud añadida de resultar salvajemente entretenida. Pero entonces recordé que había sido Antonio Sandoval quien me la recomendó y que él mismo publicó este año una obra fascinante acerca del lugar en el que nos encontrábamos, La Torre. Y al hilo de los pasos y reflexiones que transcurren por las páginas de Sandoval, me vino a la cabeza la inclasificable Un andar solitario entre la gente, de mi admirado Antonio Muñoz Molina, y la Ordesa de Manuel Vilas y Maleza, de Daniel Ruiz, y otros muchos títulos que no cabrían en estas líneas. 

Acalorados, regresamos a casa y agradecí que el buen tiempo no nos permitiese encender la chimenea, porque no tenemos.

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