Algunos días

Algunos días, sobre todo en los meses más oscuros y desapacibles del invierno, la ciudad parece tomar un cariz huraño, por momentos hostil, casi trágico. Los embates del mar embravecido hacen temblar la tierra firme y las calles oscilan con un vértigo de aceras estrechas entre el incivilizado tráfico. Las tardes ventosas siembran de lluvia los parques y las plazas expuestas y vacías. La noche se extiende sobre todas las cosas con una anticipación turbia, alegórica. Son días en los que las cagadas de perro se multiplican en forma de huellas nauseabundas y detritus esparcidos entre los resquicios de los adoquines; en los que las pintadas analfabetas de un puñado de idiotas (garabatos o manchurrones o firmas toscas y palurdas) destacan más que otras veces en las fachadas de los edificios, en muros donde echan a perder verdaderas pinturas o grafitis, en puertas y bancos y farolas, en cualquier superficie a la vista. Días en los que esa clase de conductores, la más abundante, te putea en el paso de cebra o te arroja una ola de agua sucia sobre los pantalones. En los que el autobús no acaba de llegar nunca o el taxista resulta ser un iluminado entusiasta de Vox con ganas de vomitar sus ocurrencias e irreflexiones sobre tu inexpresiva figura. 

Me refiero a esos días tristes en los que nada parece encajar convenientemente, en los que el trabajo se te echa encima con el peso de todas las horas que pasas fuera de casa, en los que los amigos no están cuando se los necesita y ni siquiera te sabe bien esa cerveza solitaria. Días en los que te toca pasar por las Urgencias del hospital y presenciar la degradación del cuerpo y la confusión general en las caras de quienes esperan contigo en una sala atestada de alientos, toses y tristezas, de bolsas de plástico llenas de la ropa de los enfermos que se encuentran en la desnuda incertidumbre de los boxes o en observación.

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